En las distancias inmensas que van desde México a la Argentina, el cuento se ha nutrido de la naturaleza y se lo escribe allí. La ciudad no aparece. Los cuentos se narran de boca en boca y algunos no tienen data, pues vienen de lo profundo de la imaginación colectiva que los ha enriquecido: desde las historias budistas y los cuentos de la India llegados a Occidente a través de los musulmanes o por otros caminos. La técnica, al parecer, siempre es la misma. Para entrar en “el otro lado” necesitamos un cambio súbito, una puerta que se abra y nos abra a lo que desconocemos. Todo se transforma (como en “La gran piedra de Aquetzari”, de Costa Rica); el tiempo ha de retroceder (como en “La quebrada del Diablo”, de Chile); la vida gira como una naranja que da vueltas, en una suerte de eterno retorno (como en “El cerro del grillo de oro”, de Guatemala.). Siempre existe la posibilidad de que a uno le suceda lo que aquí se cuenta. Porque puede suceder. O, como se dice en “El cuero del lago”, de Argentina, “te puede pasar a vo”
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